“Gobierna una gran nación como freirías un pez pequeño: con cuidado.”
— Tao Te Ching, capítulo 60
Durante milenios, las grandes civilizaciones han buscado la forma de equilibrar el control con el flujo natural de las cosas. En 1987, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, China comenzó a esbozar lo que sería su gran reinvención económica. El mercado, antes negado y considerado enemigo ideológico, fue finalmente aceptado —pero no en sus propios términos, sino como una herramienta útil dentro de una planificación estatal cuidadosamente diseñada. No fue una rendición al libre mercado, sino una domesticación progresiva, una “apertura con riendas“. Deng lo sintetizó con una frase que lo haría inmortal: “No importa el color del gato, mientras cace ratones”. Y agregaba con ironía: “…eso si… que tenga los ojos rojos”, aludiendo al guiño que aún debía conservarse: una agenda social. Cerraba previendo un poco el futuro: “el mercado es un gran siervo, pero un pésimo amo”.
Mientras tanto, en el resto del mundo se consolidaba el pensamiento neoliberal, nacido en las aulas de Harvard, el MIT y Chicago, y ensayado por primera vez a gran escala en Chile. El mercado debía autorregularse, se decía. El Estado debía replegarse. Sin embargo, las guerras arancelarias y los crecientes cuestionamientos al libre comercio han expuesto en nuestros días las grietas de este paradigma. Paradójicamente, el mismo país que con vehemencia promovió el neoliberalismo (por lo menos puertas afuera – Chile) es hoy por hoy su principal crítico, en medio de un nuevo ciclo de proteccionismo, subsidios estratégicos y un rol más activo del Estado en la economía, al tener que reconocer que el éxito (cuestionable) del capital no ha significado necesariamente bienestar para su gente, quienes “en el país mas rico del mundo” se debaten como nunca antes frente a la pobreza, la falta de trabajo y los vicios y problemas que se generan en este “caldo de cultivo”.
Esta crítica a la idea del mercado “a la libre” también se materializa de alguna manera con propuestas contemporáneas como el modelo de Steward Ownership promovido por Corporate Rebels y su Purpose Foundation. En esta visión, una empresa no se abandona al mandato de un directorio en busca de crecimiento infinito. Al contrario, su estructura se diseña intencionalmente para limitar ese impulso, proteger su propósito y asegurar un equilibrio entre intereses. Es, de cierta forma, una economía tutelada desde dentro de la organización, donde se reconoce que incluso lo orgánico necesita forma. Que el cauce, aunque no imponga la dirección del río, ayuda a evitar que se desborde.
Y quizás esa sea la lección más profunda que nos deja tanto el Tao como estos modelos emergentes. No se trata de oponerse al cambio, ni de sofocar el dinamismo de la vida económica. Se trata, más bien, de reconocer que el orden no es enemigo del flujo, sino su mejor aliado. Que planificar no es controlar, sino dar forma. Que el propósito y los límites no niegan la libertad, sino que la hacen sostenible.
Así como el sabio del Tao no actúa, pero todo lo transforma, el buen gobierno —ya sea de una nación o de una empresa— no impone su voluntad, sino que crea las condiciones para que lo valioso emerja por sí solo. Lo esencial no es elegir entre mercado o Estado, entre libertad o regulación, sino encontrar el punto de equilibrio (平衡 – pínghéng) que permita a cada uno cumplir su función sin devorarlo todo.
Porque al final, como diría el Tao, lo blando vence a lo duro, y lo flexible perdura más que lo rígido. La clave está en saber cuándo actuar… y cuándo simplemente sostener con cuidado.
Pensar que debemos elegir entre un mercado completamente libre o un Estado omnipresente es caer en un falso dilema. Tanto la planificación estatal como la libertad económica pueden coexistir, siempre que exista un principio rector más alto: el de armonizar, encauzar y dar forma sin imponer. China lo entendió al aceptar al mercado como herramienta y no como dogma. Las propuestas de Steward Ownership lo recuerdan al diseñar organizaciones que se rigen no solo por el beneficio, sino por el propósito.
Y el Tao, como siempre, lo había dicho ya sin decirlo: el equilibrio verdadero no nace de escoger un extremo, sino de reconocer el valor de ambos y aprender a caminar por el medio.
