Si quieres ser íntegro,
permite que algo te falte.
Si quieres enderezarte,
acepta tu torcedura.
Si ansías colmarte,
deja vaciar tu vasija.
Si deseas renacer,
consiente que algo muera.
Si anhelas recibirlo todo,
entrégalo todo.
— Tao Te Ching 22
En los últimos años, el coro corporativo nos repite, casi como un mantra, que debemos ser “estoicos” y “resilientes”. Bajo ese barniz motivacional, ambas palabras han sido reclutadas —con inquietante frecuencia— por un sistema productivo que, al deshumanizarse, necesita volver tolerable la sobreexigencia. Basta observar cómo hemos normalizado el famoso “trabajo bajo presión” hasta convertirlo en una destreza obligatoria, anunciada con total naturalidad en las ofertas de empleo, como si cargar perpetuamente con estrés fuese una virtud y no una señal de alarma.
Detengámonos un momento y entendamos realmente a que se refieren, so pena de, en la superficialidad, ser manipulados por un sistema que no para y que no tiene al hombre en su centro, sino a un crecimiento infinito completamente irreal.
Resiliencia y Estoicismo, la visión original
El estoicismo, nacido en el pórtico ateniense donde Zenón predicaba vivir conforme a la naturaleza, y la resiliencia, que el latín resilire definía como “saltar hacia atrás” o recuperar la forma de un material, se han convertido lastimosamente hoy en dia en KPIs emocionales: absorber recortes de presupuesto, cambios frenéticos de roadmap sin sentido de valor verdadero, incrementar puntos de historia “porque si”, releases de madrugada… pero eso si “sonriendo”. El discurso sugiere que, si nos rompemos, el problema no está en la presión constante sino en nuestra falta de temple. La enfermedad estructural se disfraza de síntoma personal.
Tras esa manipulación, vale la pena recuperar el sentido profundo de ambos conceptos, en justicia a quienes si los enarbolan por los motivos correctos. Originalmente describían la capacidad de responder creativamente al infortunio, no la obligación de volver instantáneamente al ruedo como si nada hubiese ocurrido. Esto es claro cuando se rastrea su etimología: resiliencia hacía referencia al rebote elástico, no al aguante infinito; el estoicismo era un camino de virtud y sabiduría, no una coraza afectiva para seguir acumulando pendientes. En su raíz había cierto arte de fluir —nunca el culto a la hiper-productividad.
El inicio de la iluminación
Quizá por eso, cuando la contracultura de los años sesenta trató de zafarse del engranaje industrial-bélico que había moldeado a sus padres, muchos jóvenes buscaron brújulas insospechadas en la biblioteca beat y en las playas del Pacífico. Alan Watts, cuya The Way of Zen (1957) había traducido el silencio de los monasterios al inglés vernáculo y alcanzado las listas de best-sellers, se volvió uno de los guías de esa expedición interior: su voz retumbaba en emisoras piratas, en el Instituto Esalen y en los míticos Human Be-In de San Francisco. Allí, su invitación a desprogramar la mente —“dejar de ser máquinas de pensar que piensan que son máquinas”— se entrelazó con el LSD, la música y una necesidad urgente de espiritualidad sin sotana. Watts no ofrecía salvación ni productividad, sino un espejo donde reconocernos como un flujo, y aquella propuesta resonó en una generación que sentía que el reloj-fichador y la guerra de Vietnam eran, en realidad, la misma mordaza.
En ese mapa, el símbolo del yin-yang se convirtió en contraseña de pertenencia. Para Watts, los opuestos “no son enemigos sino amantes en un mismo abrazo”, una frase que condensaba su lectura del Tao Te Ching: luz y sombra, acción y reposo, disciplina y éxtasis, girando como poleas del mismo carrusel. Comprenderlo —insistía— era desactivar la lógica occidental de la conquista permanente y abrirse a la reciprocidad: el día necesita a la noche para ser día.
Lo mas relevante es que, entre hogueras en Big Sur y vinilos de sitar, los hippies descubrieron que aceptar la dualidad no implicaba pasividad, sino una forma de energía suave capaz de cuestionar todo sistema que se construyera sobre la ilusión de control unilateral.
De ahí que el hippie promedio prefiriera sentarse junto a un río, entonar un mantra y dejar que los pensamientos reposen como barro en un vaso:
«El agua turbia se aclara mejor
cuando se la deja en reposo…»
— Allan Watts
Watts sugiere que aquel que “se sienta en quietud está haciendo una de las mejores contribuciones a un mundo en turbulencia”. La relajación profunda era, pues, una protesta sutil: demostrar que la serenidad nace al disolver las rigideces, no al tensar más el resorte.
Frente a la lógica de producción ilimitada, esos cuerpos descalzos proclamaban que la verdadera revolución pasaba por desacelerar, escuchar y permitir que el agua se aclarara por sí sola; un gesto pequeño que desafiaba el imperativo de “hacer más para valer más” y que, todavía hoy, resulta incómodamente subversivo. De hecho agile pide:
Maximizar la cantidad de trabajo NO realizado…
No lo olvidemos.
Curemos el origen, no el síntoma
En la cosmovisión china, especialmente en el taoísmo y la sabiduría popular, se considera que el apego excesivo dificulta el progreso o causa sufrimiento, mientras que la disposición a soltar (shě) es necesaria para que la vida fluya y uno reciba (dé) aquello que está destinado para sí.
En ese contexto “Shě dé” se interpreta como:
la capacidad de
dejar ir voluntariamente algo valioso
con el fin de
conseguir una meta mayor o diferente.
Esta renuncia puede ser material (dinero, posición, bienes) o inmaterial (tiempo, comodidad, emociones). La frase suele utilizarse para subrayar la sabiduría de saber cuándo y cómo soltar, pues solo a través de ese acto es posible abrirse a nuevas oportunidades o beneficios.
Es ahí donde el Tao Te Ching ofrece una medicina de raíz y no de superficie. Lao Tsé advierte que “el supremo bien es como el agua… habita en los lugares que otros desprecian” y que “el hombre suave y flexible se sobrepone al duro y rígido”. La serenidad taoísta no consiste en rebotar cada vez más rápido, sino en dejar de embestir el cauce para que el barro descienda por su propio peso. Ser flexible implica, paradójicamente, dejar de saltar ante cada sacudida y aceptar el ritmo mayor que envuelve la experiencia.
Guardo un recuerdo luminoso de mis días de mochilero y montañista en los Andes ecuatorianos. Después de una jornada extenuante de escalada, me senté a recuperar el aliento frente a un valle inmenso en las laderas del volcán nevado Cotopaxi.
Me hallaba a mi mismo hundido en un silencio azul. El cansancio se disolvía mientras contemplaba aquella amplitud, y sentí cómo me envolvía una paz rara, casi líquida. Fue entonces cuando una mariposa —liviana como un suspiro— se posó en mi rodilla. Permaneció allí, batiendo las alas con un sosiego perfecto, como si el mundo se hubiera detenido para aquel instante diminuto. Pensé en cuánta gente sueña con algo parecido y, sin embargo, se lanza a perseguir mariposas por praderas enteras. Tal vez el secreto no sea correr tras ellas, sino hallar el lugar adecuado, sosegar el ánimo… y dejar que la mariposa encuentre tu quietud.
Llevándolo a agile…
Cuando acompaño equipos ágiles suelo recordarles: “No es bueno acostumbrarnos a sobrevivir a punta de actos heroicos”. El Manifiesto Ágil lo insinúa al promover un ritmo sostenible. Si el sprint deviene maratón perpetua, normalizamos la cultura del desorden y allanamos el camino a la explotación.
La resiliencia genuina —la que alguna vez brilló en sus raíces latinas— aparece entonces como resultado de un sistema sano y no como parche psicológico a un sistema enfermo. El estoicismo verdadero —el que enseñaba a distinguir lo que depende de nosotros— nos invita a rediseñar la forma de trabajar antes que forzar nuestro cuerpo y nuestra mente más allá de lo humano.
Tal vez la pregunta valiosa no sea:
“¿cómo volvemos a la normalidad
tras cada crisis?”,
sino …
“¿por qué nuestra normalidad
genera tantas crisis
que requieren heroísmo cotidiano?”.
En lugar de endurecer el acero para soportar más calor, podemos bajar la llama y escuchar el crujido del bambú mientras recupera su forma al ritmo del viento. El Tao nos recuerda que la otra orilla —Bi An, diríamos— no se alcanza apretando los dientes, sino soltando la cuerda.
Y la agilidad, en su costado humanista, se vuelve un puente que invita a organizaciones y personas a fluir con propósito, sin confundir flexibilidad con resignación ni serenidad con pasividad.
Allí, al fin, la resiliencia deja de ser eslogan y el estoicismo recupera su dignidad: herramientas para vivir mejor, no para trabajar de más.
